domingo, 7 de febrero de 2010

Primer vaje solo, y a un destino soñado

En Abril de 1994 quise conocer la cuna del imperio incaico. Cuando el avion toco tierra en el aeropuerto de La Paz, supe que el viejo sueño de niño comenzaba a ser realidad. La ciudad se extendia al fondo de una imponente olla, una antigua caldera volcanica. El colectivo bajaba lentamente los bordes de aquel inmenso plato sopero hacia el corazon de la ciudad. Aunque era verano todavia, y el sol brillaba en un cielo diafano y hermosamente azul, el aire era frio, seco y ventoso, manteniendo la mañana en unos 4*C. La urbe era un pintoresco bullicio de callejuelas, viejos coches y camiones, y voces que hablaban a los gritos, como pregonando su mercancia. El desplazamiento por los caminos es descendiendo hacia el centro, al fondo del valle, en una pendiente que ronda los 2 grados casi invariablemente, y que transforma el caminar en un ejercicio extenuante.
Consegui alojamiento acorde con mis recursos, que no eran muchos, en una posada céntrica, y mi cuarto tenia sus paredes decoradas con incontables graffitti dejados por anteriores visitantes, recuerdo de sus aventuras y vicisitu-des en esta hermosa tierra tan cerca del sol. Lejos de haber agotado todas las historias que contaban esos muros, pronto me quede dormido.
Por la mañana recorrí las callecitas de la ciudad, el mercado de yuyos, la calle de los brujos, en donde es posible encontrar cualquier hierba necesaria para preparar tisanas que curan todos los males del cuerpo y del alma, o elaborar brebajes o pociones de oscuro propósito. Hay tambien talismanes y amuletos para protegerse de encanta-mientos y maleficios. Es importante no llevar camaras de foto o video, porque los nativos son todavia muy supersticiosos, y muchos temen que su alma quede atrapada en una fotografia. Cuando una mujer vio que en mi ignorancia yo pretendia enfocar sus vasijas rebosantes de raices, semillas  y frutos para mi desconocidos, huyó despavorida agitando sus brazos y gritando “el gringo, cuidado con el gringo”… En las calles de los mercados, las cholas vocingleras ofrecen tamales de mandioca, delicias de carne de llama y dulces de miel de caña. Los canastos estan llenos de choclos y de papas y papines de todas formas y colores, ajies rojos como la granada, y los infaltables porotos. Se escuchan voces que hablan un español matizado de acentos quichuas o aymaras, y tambien esos viejos idiomas indios en su forma mas pura.
En las tiendas hay cacharros, tinajones, alfombras y ponchos con los colores mas bonitos del mundo, y aun es posible que ojos atentos encuentren tambien ídolos, máscaras, y otras piezas antiguas de gran valor. Hay tambien hermosa plateria, alfareria y trabajos en plata de diversa nobleza titular, y de paja, totora y junco.
Una mañana partí hacia la bella ciudad de Copacabana, recostada desde hace 5 siglos en la ribera del azul, frio y profundo Titicaca.  Fundada por un señor inca allá por 1440, sus viejas y tortuosas calles de enormes adoquines estan silenciosas, y solo los domingos parece la villa perder su tranquilidad provinciana. Entonces, miles de nativos se apiñan en torno de la blanca iglesia de Nuestra Señora de Copacabana, para adorar a su patrona y esperar que escuche sus plegarias, para lo cual se han vestido sus mejores galas. La imagen de la Virgen negra, hecha por un escultor local en madera de maguey a fines del siglo XVI, tiene rasgos indios puros y un colorido oscuro.
Una barca me llevó a través de ese antiguo mar interior que es el Titicaca, y que en algunos lugares se acerca a los 400 metros de profundidad, hasta las orillas de la mitica Isla del Sol, en donde nació el imperio, y cuyo antiguo nombre aymara da nombre hoy al lago, actualmente compartido con Perú. La isla tiene unos 15 km2 de superficie, y está sembrada de ruinas incaicas y preincaicas, como Chinkana, y Chukaripupata, laberínticas y misteriosas, que habrían servido para observar los astros, con fines rituales. Otras, mas lejanas y poco frecuentadas por los turistas, son Pilkokaina, al sur de la isla, en donde el soberano tenía su residencia veraniega, Apachinaka, una aldea perdida en el tiempo, y Qasapata, que era un pequeño villorrio de precarias chozas de piedra, viejo como la maldad.

 



 De esta isla, según la tradicion, partieron los fundadores del Imperio, Manco Capac y su hermana y esposa Mama Ocllo, cumpliendo los designios de su padre Viracocha-Inti, el supremo dios solar, quien les dió una varilla de oro que habria de señalar el camino, cuando desapareciera al hincarla en el suelo del que seria el destino.de su pere-grinar. El paisaje del lugar es semiárido, y muy pocos de sus habitantes hablaban castellano en ocasión de mi visita. El interior de la isla está lleno de parcelas donde los lugareños cultivan hortalizas en pircas y viejas terrazas de origen preincaico. Es frecuente hallar tumbas olvidadas, señaladas por piedras apiladas, y no es raro encontrar ofrendas anónimas a la Pachamama, la Madre Tierra, a quien se le consagran las tierras de cultivo para que produzcan en abundancia sus frutos y simientes.
Luego de pernoctar en un rancho de pircas que unos nativos me ofrecieron como albergue, pulcro y limpio, partí temprano en la mañana para recorrer algo mas de la isla y luego de mucho andar encontré una misteriosa escalinata de piedra que llegaba a un lugar llamado la Fuente del Inca, en la orilla del lago, en donde me esperaba el barquero que me llevaría a la Isla de la Luna, esa misteriosa lengua de tierra que, mucho mas pequeña que la Isla del Sol, se veia brumosa en la distancia como en un sueño todavia lejano.


























Al aproximarnos, las barrancas rojizas de su costa noroeste se erguían imponentes y eran todo lo que la isla nos mostraba. Luego, comenzamos a ver amplias terrazas de cultivo, de piedra inmemorial, todavía en uso. Las playas son de canto rodado, y de hermosas y limpidas aguas azul turquesa. En esta isla, según la leyenda, vivia la Luna, hasta que Viracocha le ordenó que volara al cielo y allí se quedó para siempre. Había en sus faldeos un santuario dedicado a las vírgenes del sol, hoy en ruinas. En el centro de la isla hay una colina arbolada, cubierta de frondosos eucaliptus, y desde allí la vista es inolvidable, alcanzando en la distancia hasta el lejano y omnipresente Illimani.



 
  

De vuelta en Copacabana, recostada entre sus dos montañas guardianas, un descuajeringado colectivo lleno de cebollas, zapallos, cabras, pollos, cerdos, y algún que otro pasajero, me llevó en cuatro horas inolvidables otra vez a la gran ciudad.  Mas tarde, cuando el avion dejo atrás los cielos de Bolivia, sentí que un gran sueño del niño que fui se había cumplido maravilosamente.