El dia 15 de Junio del 2019, y hasta el 23, hice con mi hijo David un viaje hacia dos preciosas provincias del noroeste argentino que desconocía, Salta y Jujuy, linderas con Chile y Bolivia, y que seis siglos atrás integraban el Qollasuyu (“tierra de los collas”), el “suyu” (es decir la provincia) mas grande y meridional de las cuatro que conformaban el gigantesco imperio incaico, el Tahuantinsuyu. Llevábamos con nosotros mi nuevo telescopio ultraportable Meade ETX80, comprado especialmente para el viaje, ya que probablemente disfrutaríamos de cielos de una belleza y diafanidad imposibles de ver desde Buenos Aires, e incluso desde el campo. Lo habíamos estrenado exitosamente en Tilcara la noche del 18, mientras conversábamos sobre los misterios y las maravillas cósmicas, ese tipo de charlas deliciosas y en inmejorable compañía que al recordarlas, mas tarde, nos hacen sentir, retrospectivamente, que por un par de horas estuvimos en el Paraiso. El Martes 20, día de la Bandera y de su cumpleaños, nos encontrábamos en un lugar especial, el bonito aunque muy aislado, remoto y casi inaccesible pueblito de Iruya, fundado hacia 1750 por los españoles que bajaban desde el Virreinato del Perú. Completamente flanqueado por montañas, habíamos llegado a él la tarde anterior luego de tres horas de camino de cornisa sobre precipicios que helaban la sangre. La historia del lugar se inició como una merced personal concedida por el virrey a uno de sus emisarios, rodeando la iglesia (hoy totalmente reconstruida debido al deterioro que padecía por su frágil construcción en adobe, aunque respetando en todo el aspecto y dimensiones del edificio original) que databa de aproximadamente el año 1638, y mas tarde expandiéndose con las corrientes colonizadoras que iban llegando, principalmente pertenecientes a comunidades indígenas locales. El pueblo se halla a unos 2800 m sobre el nivel del mar, rodeado de montes que superan los 3500 m. En su plaza central hay una gran piedra que yo considero un meteorito (ver foto), aunque nadie me lo pudo confirmar ni refutar. A llegar a la terminal de ómnibus, provenientes de Humahuaca, encontramos pegada en una pared el panfleto de una originalísima, elocuente y muy tentadora propuesta turística, una caminata nocturna para evocar la antigua cosmogonía aborigen local bajo el cielo estrellado. Convencí a mi hijo de acompañarme, aunque por lo trabajoso del circuito, y lo empinado de los ascensos, era impensable llevar el telescopio.
Hechos los arreglos del caso, partimos desde la explanada de la iglesia Leo, el guía, María Luisa, otra turista tan interesada como nosotros, mi hijo y yo. Eran las 17 horas, y el camino a recorrer nos llevaría a internarnos tres kilómetros y medio entre las montañas, lejos de toda luz, hasta llegar a una planicie en la cima de la montaña en donde nos detendríamos para conversar de lo que imaginaban los antiguos era el cosmos, y llenar nuestras ávidas almas de una ambrosía espiritual imposible de encontrar en otro lugar. Al principio el camino fue siguiendo los meandros de un arroyito quejumbroso que en tiempos de lluvia, en pleno verano, tiene un temperamento mucho menos apacible. El guía era descendiente de esos mismos pueblos cuya cosmovisión nos iba a describir mas tarde, en las alturas, y a mi pedido se puso a pronunciar frases en quechua, el precioso idioma de los incas pleno de musicalidad y gracia. Atravesamos terrenos que antaño habían sido fincas arrasadas por aludes de grava, hace tiempo convertidos en roca sólida, ruinas de corrales y muros de pircas, en medio de moles imponentes de una belleza y de una grandiosidad inenarrable. Leo hizo unas ofrendas de hojas de coca, musitando una pequeña plegaria hacia el Este por la cual solicitaba permiso y protección para adentrarnos por aquellos parajes solitarios. El nativo de estos lugares es por naturaleza supersticioso, y por eso es frecuente encontrar pequeñas pilitas de piedras planas encimadas, como ofrendas dedicadas a la Pachamama (Madre Tierra) y a los Apus o cerros, por manos anónimas, en agradecimiento por favores dispensados antaño. Las hay también mucho mas grandes, a veces formando montículos que alcanzan mas de un metro cúbico, conocidos como apachetas, sobre los que el ritual aconseja verter chicha (aguardiente de mnaíz) y ofrecer hojas de coca. La liturgia alcanza su climax el 1ro. de Agosto, Dia de la Pachamama, suprema divinidad de estos pueblos andinos.
Luego de varias horas de andar por caminos no aptos para acrofóbicos como yo, discurriendo por sendas angostas, inseguras, con peldaños de tierra húmeda y apenas consolidada por incontables pisadas anónimas que nos precedieron, y con el precipicio bostezando amenazador a medio metro, cayendo a plomo cientos de metros (y por los cuales el guía se desplazaba con la seguridad de una cabra de monte), llegamos por fin a aquella elusiva e inalcanzable terraza, una repisa natural alrededor de la cual se veian las cimas de los cerros enmarcando un cielo crepuscular todavía iluminado por el sol poniente. No había rastros del pueblo ni de ninguna luz o construcción humana. El terraplén debía haber tenido unos siete metros de largo por unos tres y medio de ancho, y era la cúspide de aquella montaña. Tenia una cierta convexidad, lo que me daba mucha aprensión. Hacia la izquierda yacía una enorme mole de piedra chata, como si fuera un altar natural, sobre la cual nos recostamos, mientras esperábamos la caída de la noche. Lentamente iban apareciendo las primeras estrellas, y Júpiter ya brillaba conspicuamente en el este, relativamente alto sobre las lejanas montañas.
Leo, el único que estaba de pie, comenzó a hablarnos del realismo mágico omnipresente en la filosofía andina, de como los elementos astronómicos mas importantes para el indígena eran Venus, Júpiter y la Cruz del Sur, que obviamente para ellos no eran astros ni constelaciones sino entidades vinculadas afectivamente con el hombre. Por ejemplo Crux, esa hermosa constelación a la que la gente común llama Cruz del Sur, ellos la llamaban Chakana (y que en realidad es una cruz escalonada que representa la conexión entre el mundo terrenal y otros mundos paralelos y simultáneos, que coexisten en dimensiones tanto físicas como espirituales, siendo la chakana justamente un portal de acceso o puente de interconexión) y sentían (y sienten) por ella una profunda veneración. Los extremos verticales de la Chakana representaban los solsticios, y los horizontales los equinoccios. Ya la noche estaba encima nuestro en toda su espléndida gloria. Jamás habiamos visto, ninguno de los presentes, un cielo mas impresionante. Ni los bonitos cielos de Yamay o de Punta Indio, o el que hacía tres días habíamos disfrutado en Tilcara, ni el hermoso (aunque irreal) cielo virtual del Planetario, con sus miles de puntitos de luz, podían compararse con esta maravilla. La franja neblinosa de la Vía Láctea encorsetaba el cielo desde un horizonte al otro. Las áreas oscuras, como el Saco de Carbón, y el gran sendero negro que atraviesa Norma entre alfa Centauri y Scorpius, lucían intensamente tenebrosas. Alguien contaba que muchos pueblos antiguos del mundo, incluyendo los mocovíes y tobas, en el Chaco, y los aborígenes de Australia, usaban como hitos cósmicos no a las estrellas, como hacemos con nuestras constelaciones, sino la falta de ellas, es decir las regiones mas oscuras. Así, los indios del norte de Argentina y del Paraguay creían en un ave legendaria, el Mañik, el padre de los ñandúes, devorador de hombres, y que mas tarde escapó al cielo, escondiéndose entre los innumerables campos estelares de la galaxia, perseguido por los lebreles cósmicos (alfa y beta Centauri). La cabeza del mítico pajarraco sería el Saco de Carbón, el cuello y el resto de su cuerpo sería, como se ve en las fotos que adjunto (una de ellas tomada por un observador durante una excursión organizada por el Planetario de Buenos Aires al campo de Yamay, a unos 230 km al sur de la capital argentina), una extensa serie de nubes oscuras de la Vía Láctea que van desde la Cruz del Sur hasta Escorpio (o mas correctamente, Scorpius). Los pueblos andinos asimilaban a esa criatura con “Suri”, es decir el ñandú o guazuncho, que era uno de los cuatro animales sagrados de la mitología local, porque estaban asociados a los ”cuatro elementos primordiales” ,es decir el cóndor (aire), el sapo (agua), la serpiente (fuego) y el suri o ñandú (tierra). La tierra puede tener asignados indistintamente al ave, o al puma o a la llama, según la idiosincrasia del creyente.
Luego de unos minutos en total silencio, admirando ese paisaje que probablemente no volveríamos a ver, comenzamos el descenso, que a pesar de mis temores, con la ayuda del guía fue mucho mas fácil que el ascenso. Diez minutos mas tarde, alcanzamos un pequeño vallecito circular, recóndito entre los cerros. Las personas eran solo siluetas negras, informes, como corresponde a un cielo pristino, de los mejores que pueden encontrarse en el mundo. Sólo la voz permitía ubicarnos a cada uno, en aquella negrura que hacía el temperamento proclive a disfrutar de historias de aparecidos. Mientras íbamos desandando el camino de regreso, todavía a varios kilómetros del poblado, aun invisible, pasamos al costado de las ruinas de piedra de lo que había sido una casa abandonada tal vez mas de un siglo atrás. Cerca de esa casa, contaba el guía, hacía entonces pocos meses venía caminando una pareja de gente mayor, cuando escucharon, sin verla, a una nena que los saludaba, sin contestar las preguntas que siguieron, asombrados por el hecho de que una criatura estuviera sola en tan inhóspito y solitario lugar. Cuando mas tarde los caminantes comentaron lo sucedido a un nativo, éste les respondió que nadie vivía en aquellos remotos contornos desde hacía muchas décadas, luego de que la pequeña hija de los moradores hubiera sido asesinada y enterrada en el lugar. Apurando comprensiblemente un poco mas el paso luego de escuchar esta historia, llegamos finalmente a Iruya cerca de las 23 horas. Había sido un noche que jamás olvidaríamos.
Hechos los arreglos del caso, partimos desde la explanada de la iglesia Leo, el guía, María Luisa, otra turista tan interesada como nosotros, mi hijo y yo. Eran las 17 horas, y el camino a recorrer nos llevaría a internarnos tres kilómetros y medio entre las montañas, lejos de toda luz, hasta llegar a una planicie en la cima de la montaña en donde nos detendríamos para conversar de lo que imaginaban los antiguos era el cosmos, y llenar nuestras ávidas almas de una ambrosía espiritual imposible de encontrar en otro lugar. Al principio el camino fue siguiendo los meandros de un arroyito quejumbroso que en tiempos de lluvia, en pleno verano, tiene un temperamento mucho menos apacible. El guía era descendiente de esos mismos pueblos cuya cosmovisión nos iba a describir mas tarde, en las alturas, y a mi pedido se puso a pronunciar frases en quechua, el precioso idioma de los incas pleno de musicalidad y gracia. Atravesamos terrenos que antaño habían sido fincas arrasadas por aludes de grava, hace tiempo convertidos en roca sólida, ruinas de corrales y muros de pircas, en medio de moles imponentes de una belleza y de una grandiosidad inenarrable. Leo hizo unas ofrendas de hojas de coca, musitando una pequeña plegaria hacia el Este por la cual solicitaba permiso y protección para adentrarnos por aquellos parajes solitarios. El nativo de estos lugares es por naturaleza supersticioso, y por eso es frecuente encontrar pequeñas pilitas de piedras planas encimadas, como ofrendas dedicadas a la Pachamama (Madre Tierra) y a los Apus o cerros, por manos anónimas, en agradecimiento por favores dispensados antaño. Las hay también mucho mas grandes, a veces formando montículos que alcanzan mas de un metro cúbico, conocidos como apachetas, sobre los que el ritual aconseja verter chicha (aguardiente de mnaíz) y ofrecer hojas de coca. La liturgia alcanza su climax el 1ro. de Agosto, Dia de la Pachamama, suprema divinidad de estos pueblos andinos.
Luego de varias horas de andar por caminos no aptos para acrofóbicos como yo, discurriendo por sendas angostas, inseguras, con peldaños de tierra húmeda y apenas consolidada por incontables pisadas anónimas que nos precedieron, y con el precipicio bostezando amenazador a medio metro, cayendo a plomo cientos de metros (y por los cuales el guía se desplazaba con la seguridad de una cabra de monte), llegamos por fin a aquella elusiva e inalcanzable terraza, una repisa natural alrededor de la cual se veian las cimas de los cerros enmarcando un cielo crepuscular todavía iluminado por el sol poniente. No había rastros del pueblo ni de ninguna luz o construcción humana. El terraplén debía haber tenido unos siete metros de largo por unos tres y medio de ancho, y era la cúspide de aquella montaña. Tenia una cierta convexidad, lo que me daba mucha aprensión. Hacia la izquierda yacía una enorme mole de piedra chata, como si fuera un altar natural, sobre la cual nos recostamos, mientras esperábamos la caída de la noche. Lentamente iban apareciendo las primeras estrellas, y Júpiter ya brillaba conspicuamente en el este, relativamente alto sobre las lejanas montañas.
Leo, el único que estaba de pie, comenzó a hablarnos del realismo mágico omnipresente en la filosofía andina, de como los elementos astronómicos mas importantes para el indígena eran Venus, Júpiter y la Cruz del Sur, que obviamente para ellos no eran astros ni constelaciones sino entidades vinculadas afectivamente con el hombre. Por ejemplo Crux, esa hermosa constelación a la que la gente común llama Cruz del Sur, ellos la llamaban Chakana (y que en realidad es una cruz escalonada que representa la conexión entre el mundo terrenal y otros mundos paralelos y simultáneos, que coexisten en dimensiones tanto físicas como espirituales, siendo la chakana justamente un portal de acceso o puente de interconexión) y sentían (y sienten) por ella una profunda veneración. Los extremos verticales de la Chakana representaban los solsticios, y los horizontales los equinoccios. Ya la noche estaba encima nuestro en toda su espléndida gloria. Jamás habiamos visto, ninguno de los presentes, un cielo mas impresionante. Ni los bonitos cielos de Yamay o de Punta Indio, o el que hacía tres días habíamos disfrutado en Tilcara, ni el hermoso (aunque irreal) cielo virtual del Planetario, con sus miles de puntitos de luz, podían compararse con esta maravilla. La franja neblinosa de la Vía Láctea encorsetaba el cielo desde un horizonte al otro. Las áreas oscuras, como el Saco de Carbón, y el gran sendero negro que atraviesa Norma entre alfa Centauri y Scorpius, lucían intensamente tenebrosas. Alguien contaba que muchos pueblos antiguos del mundo, incluyendo los mocovíes y tobas, en el Chaco, y los aborígenes de Australia, usaban como hitos cósmicos no a las estrellas, como hacemos con nuestras constelaciones, sino la falta de ellas, es decir las regiones mas oscuras. Así, los indios del norte de Argentina y del Paraguay creían en un ave legendaria, el Mañik, el padre de los ñandúes, devorador de hombres, y que mas tarde escapó al cielo, escondiéndose entre los innumerables campos estelares de la galaxia, perseguido por los lebreles cósmicos (alfa y beta Centauri). La cabeza del mítico pajarraco sería el Saco de Carbón, el cuello y el resto de su cuerpo sería, como se ve en las fotos que adjunto (una de ellas tomada por un observador durante una excursión organizada por el Planetario de Buenos Aires al campo de Yamay, a unos 230 km al sur de la capital argentina), una extensa serie de nubes oscuras de la Vía Láctea que van desde la Cruz del Sur hasta Escorpio (o mas correctamente, Scorpius). Los pueblos andinos asimilaban a esa criatura con “Suri”, es decir el ñandú o guazuncho, que era uno de los cuatro animales sagrados de la mitología local, porque estaban asociados a los ”cuatro elementos primordiales” ,es decir el cóndor (aire), el sapo (agua), la serpiente (fuego) y el suri o ñandú (tierra). La tierra puede tener asignados indistintamente al ave, o al puma o a la llama, según la idiosincrasia del creyente.
Luego de unos minutos en total silencio, admirando ese paisaje que probablemente no volveríamos a ver, comenzamos el descenso, que a pesar de mis temores, con la ayuda del guía fue mucho mas fácil que el ascenso. Diez minutos mas tarde, alcanzamos un pequeño vallecito circular, recóndito entre los cerros. Las personas eran solo siluetas negras, informes, como corresponde a un cielo pristino, de los mejores que pueden encontrarse en el mundo. Sólo la voz permitía ubicarnos a cada uno, en aquella negrura que hacía el temperamento proclive a disfrutar de historias de aparecidos. Mientras íbamos desandando el camino de regreso, todavía a varios kilómetros del poblado, aun invisible, pasamos al costado de las ruinas de piedra de lo que había sido una casa abandonada tal vez mas de un siglo atrás. Cerca de esa casa, contaba el guía, hacía entonces pocos meses venía caminando una pareja de gente mayor, cuando escucharon, sin verla, a una nena que los saludaba, sin contestar las preguntas que siguieron, asombrados por el hecho de que una criatura estuviera sola en tan inhóspito y solitario lugar. Cuando mas tarde los caminantes comentaron lo sucedido a un nativo, éste les respondió que nadie vivía en aquellos remotos contornos desde hacía muchas décadas, luego de que la pequeña hija de los moradores hubiera sido asesinada y enterrada en el lugar. Apurando comprensiblemente un poco mas el paso luego de escuchar esta historia, llegamos finalmente a Iruya cerca de las 23 horas. Había sido un noche que jamás olvidaríamos.